INSTRUCCIONES-EJEMPLOS
SOBRE LA FORMA DE TENER MIEDO
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco
perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página
al dar las tres de la tarde, muere.
En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los
iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.
En Amalfi, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en
el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.
Un señor está extendiendo pasta dentífrica en el cepillo. De pronto ve,
acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.
Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se
deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de
papel.
Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca
izquierda, justamente debajo del reloj pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.
El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave
y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.
SOBRE LA FORMA DE TENER MIEDO
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco
perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página
al dar las tres de la tarde, muere.
En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los
iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.
En Amalfi, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en
el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.
Un señor está extendiendo pasta dentífrica en el cepillo. De pronto ve,
acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.
Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se
deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de
papel.
Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca
izquierda, justamente debajo del reloj pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.
El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave
y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.